Hay siempre algo muerto en lo escrito, algo como de
sonrisa congelada, o esperanza nunca cumplida o
llanto mudo que no termina o alegría restallante que estúpidamente
persiste en su mueca absurda, algo como de
fotografía, de instante grapado, de flash back interrumpido.
Realmente los escritores son enemigos del tiempo, incansables
canteros luchando contra una erosión inexorable.
Todo empezó hace mucho y cabe preguntarse si algo
ha cambiado, si las metáforas siguen siendo las mismas, si
su entonación diversa ha diversificado su naturaleza, si las
escribió realmente su autor o las escribimos al leerlas o al
leerlas escribimos las nuestras o al escribir leemos las de
siempre. Si la historia de lo escrito es la historia imposible
de un solo instante que gira como una peonza obsesiva
que interpreta siempre la misma historia y, seductora, nos
evita transformarla.
Cuánto de lo que he escrito me pertenece. Cuando
escribo, qué quiero conseguir. Y cuando he escrito, qué
es lo que valoro. Cuánto de lo que está literalmente escrito
debo a lo que no está escrito en el mismo texto
pero es anáfora de lo ya escrito en otros textos. Cuánto
de los otros textos había en mi cabeza antes de escribir
mi propio texto. Humildemente creo que todo escritor se
ha planteado en algún punto del camino ser escritor y se
ha respondido, sistemáticamente, en un acto reiterado
y siempre el mismo, como las olas en la orilla, siempre
recomenzadas, según un parámetro elaborado inconscientemente,
sedimentado lentamente como el limo de
un pantano o el remanso de los deltas, que ese escritor
posee un rostro fragmentario, reconstruido de anteriores
rostros ajenos que hemos querido, o hemos podido, escoger.
Escribimos para entrar en el club, ese club legendario
elaborado por la gratuita elección de mis lecturas. Ese
rostro frankensteiniano está fantasmagóricamente detrás
de mis textos, los determina, selecciona mis palabras, las
empuja como méritos para ser admitido en la selecta sociedad
secreta como miembro de pleno derecho. Al final
el club era como todos los clubes, con sus reglas y sus
ceremonias, sus levitas y sus tiralevitas, sus hipocresías
y, a veces, sus verdades, su deleite y sus tasas mensuales
y económicas, y hasta su seguro de enfermedad por trastorno
literario o brote de originalidad. La tradición. La
maldita tradición que nos enseñaron a amar con doliente
amor fi lológico. Todo es un rancio olor de casino de pueblo.
El rostro deforme que escribe mis textos siempre pertenece
al pasado y hace de mí un onanista enfermizo que
palidece y se nubla en la vanagloria de las eternas starlets
de los calendarios literarios, no muy diversos de los que
anidan en las paredes sucias de los talleres mecánicos.
Se agradecen, eso sí, los esporádicos espectáculos de socios
poseídos por repentinos ataques de ansiedad y asfixia
que se desgarran públicamente intentando desgarrar las
abigarradas cortinas de su coqueto teatro de provincias. Es
triste escribir como sujeto que es sujeto de la historia porque
ese fue un proyecto histórico de construcción que ya
habita en la historia. Lo peor del club son los advenedizos,
los arribistas, los literatos, los académicos o los locos reinsertados
que, hijos pródigos, exhiben frac y medallón como
paletos inflándose a cubatas en la barra libre de las bodas.
Es decir, los que van orgullosos de sujeto inflado, hipertrofi
ado, anclado en la estulticia anacrónica sin percibir el bochorno
ambiente parapetados en el pienso bien dosificado
de las fuerzas vivas: el boticario, el médico, el alcalde, el
director de la caja de ahorros, el catedrático de turno, el
rector o su tía de américa. Todos los caminos, también los
imitados y los contaminados, han sido trazados. La literatura
(aun me tiemblan las piernas y los labios como entonces,
qué curioso) no ha existido siempre. Todo lo demás es
literatura. Somos (homo lector) un estadio evolutivo, un
taxón que se extingue y anida en los zoológicos de la era
literaria suplicando una golosina, una cita, a través de los
barrotes, en el último hueco de los epígonos de la historia
de la literatura, esa que se regala con los yogures y tiras en
la papelera, ya libre, al doblar la esquina.