Te leo, Laura, en tu blog.
No me conoces. Me llamo Álvaro.
He seguido tu bitácora desde que la comenzaste. He
leído los textos de tus amigos, y en muchas ocasiones he
estado tentado de escribirte, de participar espontáneamente
en tu blog, como lo hago ahora, pues este cuaderno
tuyo de internet me recuerda la costumbre que mi
padre tenía de “responder” a cada libro, a cada lectura,
cada vez que leía un libro en su biblioteca.
Verás: él tenía el hábito de escribir un comentario de
todos los libros que le gustaban, o que no le gustaban. Por
eso, de casi todos los volúmenes que llenaban los anaqueles
de los estantes de su inmensa biblioteca sobresalía
una cuartilla en la que podía leerse la opinión, o
las notas, que él había escrito sobre aquellos volúmenes;
ya fueran de fi cción, de historia, de ensayo, o de
poesía. Así, resultaba curioso el hecho de que de casi
todos los libros sobresalía una hoja manuscrita, como si él
interviniera, de esa forma, en las tramas, en los géneros
y en los estilos que poblaban su biblioteca de historias,
leyendas y versos.
Era su contribución a la obra literaria de los demás.
Pero era, también, una manera de fi jar y ordenar su memoria,
de dejar constancia, para él mismo y para los demás,
de lo que había leído y de lo que cada obra le había
sugerido.
“En algunos casos —decía— lo que yo trazo en las cuartillas
no son sino pequeños mapas de cada libro;
mapas para moverme por ellos cada vez que vuelvo a abrir
sus páginas. Cada libro es como una ciudad, con sus calles,
sus avenidas, sus parques, sus monumentos y sus gentes. Y
a mí me gusta dibujar un recorrido, establecer mis itinerarios
preferidos, destacar lo que más me ha enriquecido en
cada volumen”. Otras veces, sin embargo, apenas escribía

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Pero no halló nada que ofrecer a su invitada, salvo su preciado halcón. Lo sacrificó, lo desplumó, y lo guisó para las damas. Preparó la mesa con los blanquísimos manteles que aún conservaba. Y comieron.

unas líneas, un párrafo en el que sencillamente daba su
opinión general sobre la obra. Para bien o para mal.
En cualquier caso, a mí me resultaba muy esclarecedor,
en general, el comentario que mi padre hacía acerca
de cada uno de los libros que él poseía como un tesoro en
su gran biblioteca. Tanto es así que durante años recurrí
siempre a sus estantes para buscar allí la cuartilla de
cualquier libro que me interesaba. Y me resultaba frustrante,
cuando no lo hallaba, el hecho de no encontrar
entre aquellos anaqueles el título que buscaba.
Ahora, muchos años después de aquel tiempo de mi
adolescencia, me ocurre a menudo que, cuando en cualquier
librería hojeo las novedades de las editoriales, aún
con olor a tinta, busco mecánicamente, entre las
páginas de cualquier libro, esa cuartilla manuscrita
que me ayude a descifrar no sólo el contenido, sino
algunas de las sensaciones que alguien descubrió al leerlo
antes que yo.
Y acaso espero, en mi subconsciente, que eso vuelva
a ocurrir. Espero encontrarme en cada libro que abro una
cuartilla manuscrita, aunque sé que eso ya no volverá a
suceder. Desde hace mucho, las ciudades las descubro por
mí mismo, perdiéndome en ellas, transitándolas, explorándolas,
escudriñándolas, hallándolas.