Llevas razón, Laura, los medios de comunicación dedican cada vez
más espacio al cotilleo y al comadreo. Los mamarrachos se han
travestido de tertulianos de alto copete. Y cobran más que los ministros
y los futbolistas. Las televisiones se han convertido en escaparates
del comadreo. Nada se corresponde, en realidad, ni con
la vida cotidiana ni con la verdad. En ese tráfago, la literatura impresa
también se ha dejado llevar. Y parece que abundan como
los hongos libros de hablillas y chismes, como si con ello se dejara
constancia del tedio y la apatía que reina en esta sociedad llamada
del bienestar.
Sólo el aburrimiento y la saciedad concitan estos discursos zafi os
y grotescos que a diario ocupan los programas de televisión: vividores,
sablistas, chupópteros, mogrollos, rufi anes, malandrines y
trotaconventos inundan los platós de televisión y se codean con los
celebérrimos periodistas —algunos de ellos, tal para cual— como
si su fama se correspondiera con la rotunda indignidad de la que
hacen gala públicamente.
Son los tiempos que nos ha tocado vivir, con crisis económica de
fondo incluida, y con la propagación de un nuevo discurso, en el
que todos, a una, ponemos en tela de juicio incluso aquellos valores
que hasta ahora se defendían a capa y espada. Y no me refi ero,
claro está, a las prédicas trasnochadas de quienes aprovechan la
exagerada falsía de la izquierda para meter baza retrógada
Y es que, al margen de moralinas y alegatos oportunistas, vivimos
un tiempo de cambios que acaso comenzó en esta travesía de Internet,
y quizá prosiga ahora en una convulsión de los conceptos
de comunicación tradicionales, pues probablemente cambiará,
muy mucho, el mapa de los medios de comunicación que habrán
de acomodarse, poco a poco, a la demanda virtual, cada vez más
solicitada. Y en alguna medida, es posible que también cambie la
idea tradicional de la lectura, del libro, e incluso del lector.
Aunque eso no signifi ca, ni mucho menos, que el volumen impreso
esté en peligro por ahora, con la salvedad, eso sí, de los peligros
que acechan al mundo de los libros; que no son otros que los avasallajes,
los sometimientos a esos lobbys de la cultura que dirigen
—en perfecta eufonía con las administraciones y con los medios de
comunicación— el gran universo literario, pero también económico,
que genera la industria editorial.